La felicidad es un estado de ánimo y, por tanto, un pensamiento, una interpretación subjetiva que el individuo se hace acerca de sí mismo y de la realidad que le rodea. Todo estado de ánimo responde, en última instancia, a la intención, la voluntad y la atención de la persona que lo experimenta; es decir, la felicidad, en este sentido, sería aquel estado de ánimo que la persona ha dado en considerar como tal.
La felicidad es un bien, de modo que posee un valor positivo que la hace ser estimada y deseada por sí misma. Pero, ¿qué es un bien? Un bien es aquello que hace a la voluntad moverse en una dirección determinada, siendo el único motivo por el que actúa esa voluntad e independientemente de la veracidad o falsedad del criterio que hayamos utilizado para determinar cuál es el bien que la mueve.
La felicidad, dicho de otro modo, no es otra cosas que la meta última hacia la que van dirigidas nuestras vidas.
Para Aristóteles, la felicidad es el fin último que persigue todo ser humano (eudemonismo). Esa felicidad se corresponde con una plenitud del ser; es decir, somos felices cuando nos desarrollamos plenamente como corresponde a nuestra naturaleza. Como seres humanos, el desarrollo de la razón y la vida en sociedad son nuestras principales capacidades. El problema estriba en cómo llevarlas a cabo, siendo la virtud del término medio, el equilibrio entre dos pasiones opuestas, el camino más acertado.
Platón, al igual que Aristóteles, entiende la felicidad como una tendencia propia de la naturaleza humana. Pero, al contrario que su discípulo, el maestro de las Ideas identifica felicidad y conocimiento, siendo éste último sólo alcanzable de un modo contemplativo; es decir, la felicidad que nos produce el conocimiento directo de las verdades eternas tan sólo es posible tras la muerte, cuando el alma se separa del cuerpo y regresa al mundo inteligible del cual proviene.
Ambas posturas inauguran dos tradiciones de pensamiento, dos posturas históricamente enfrentadas en torno a múltiples aspectos de lo real y lo irreal. Pero también, como no podía ser de otro modo, dan comienzo a dos visiones radicalmente distintas de eso a lo que llamamos "felicidad": por un lado, la felicidad aristotélica aparece como algo propio de los seres humanos y, por lo tanto, meta última y natural de nuestras vidas; por otro lado, la felicidad platónica entenderá la felicidad de los cuerpos como germen de la ignorancia y la infelicidad, inventándose una felicidad que se pone más allá de la vida y que se acerca más al dolor que al placer. Cuando el platonismo se convierte en cristianismo, la virtud de la infelicidad y del dolor se convertirán en la norma que rija la vida de los fieles...